Por María Socas, diario Página 12, suplemento Radar, domingo, 13 de abril de 2008
NEIL LABUTE, EL CINEASTA Y DRAMATURGO DETRAS DE GORDA
Desde sus comienzos en el teatro, fascinado por los dramaturgos ingleses de posguerra que conmocionaban las butacas de Broadway antes de que el musical lo copara todo, y más tarde en sus películas (Tus amigos y vecinos, En compañía de los hombres), Neil LaBute escribió incesantemente sobre las crueles, sutiles, desparejas batallas emocionales en las que vivimos inmersos. Ahora, con el éxito de Gorda en la cartelera argentina, María Socas, que actúa en la obra, recorre el trabajo de este autor de espesor religioso que era mormón hasta que fue expulsado de la comunidad por uno de sus libros, y sigue el denominador común de todo su trabajo: el heroísmo que supone el amor.
Por Maria Socas
“Vuelvan entonces al teatro, miembros del público de todas partes, y ensúciense las manos. Siéntense más cerca de lo que suelen hacerlo. Huelan a los actores y hagan contacto visual con ellos y permitan que un poco de sangre salpique el ruedo de su ropa. Por un tiempo denles un respiro a los musicales: esos bastardos ya son lo suficientemente ricos. Demuéstrenos que si nosotros somos lo suficientemente valientes como para escribir sobre los asuntos que importan, entonces van a venir y van a mirar. Tal vez yo nunca pelee una batalla, o haga carrera política, o ayude a una anciana a cruzar la calle, pero cuando me siente a escribir, les prometo escribir sobre algún asunto de cierta importancia, y de hacerlo con honestidad y coraje. El tiempo del miedo y de la complacencia es pasado. La bravura necesita hacer un retorno a ambos lados de las candilejas, y pronto.”
Quien nos arenga y se arenga a sí mismo de manera llana e insolente es Neil LaBute. Pero el sonido de la voz que nos llega es mullido y pausado. Y lo que parece un desafío es casi un pedido, un “Si yo me animo, te tenés que animar vos también, no vale yo solo”. Así, con esta inocencia, el dramaturgo y cineasta estadounidense nos llama a meternos en las zonas más oscuras de nuestra especie, en lo que somos como raza humana y hacia donde estamos yendo. Y para este autor prolífico, “compasivo y agradable” como lo describen sus amigos, la mejor manera de hacerlo es a través del teatro, que es una religión, más que el cine, que es un negocio, como él mismo expresa. Estamos frente a un creador religioso en un mundo pagano.
Su lenguaje es el de la novela caballeresca trenzado con el callejero, oficinesco e íntimo erótico. “Héroes literarios” llama él a los dramaturgos ingleses que lo influenciaron (Harold Pinter, Edward Bond, David Hare, Howard Brenton, Caryl Churchill y Howard Barrer), “honestidad y valentía” es su lema. Obra tras obra se revuelve en la pregunta “¿Cómo hacer para salir del miedo y llegar a ser el héroe?”. Pero nunca nos va a dar la respuesta, porque su trabajo como él dice, es hacer las preguntas, no dar las respuestas. Es así que cuando se topa con una persona inmersa en el dolor él no trata de resolver la situación, sólo nos dice: “Ah, miremos más de cerca con el microscopio”, y empieza a hacer su trabajo, a buscar la forma de arruinarle un día perfecto, a causarle problemas, a encontrar maneras de complicarle el escenario: si está en un picnic, traerá la lluvia; si el matrimonio parece feliz, hará llegar “al otro”. Y así va construyendo el drama, con su ladrillo fundamental, el conflicto. Pero al igual que él, tampoco sus personajes luchan en guerras ni hacen carrera política, él escribe sobre pequeños grupos de hombres y mujeres –amigos, amantes, compañeros de trabajo, familia–, todos ensimismados en algún tipo de lucha de géneros.
Entonces, ¿qué tipo de heroísmo demanda él en este mundo que crea? En LaButeville, como dicen sus seguidores, el heroísmo que se demanda es el del amor. El amor como virtud. Y para él la virtud está asociada a la areté griega, una virtud ligada indisolublemente al heroísmo. Esta lucha heroica es por sentir el amor, por vivir en el amor. Es una lucha heroica contra el propio miedo, que impide el amor. Esta idea está compactada en Fat Pig (Gorda en Argentina), de manera simple y directa, en la forma en que nombró, por ejemplo, al personaje que él define como la heroína de la obra, Helena. Ella es Helena como la de Troya, y su apellido, Bond, como el de Edward Bond, su dramaturgo-héroe inglés, conformando así Helen Bond, nombre de la teóloga británica erudita en la Biblia (los estudios bíblicos son para él de mayor interés ya que la rutina de la lectura del libro sagrado es diaria desde el momento en que se unió a la Iglesia de los Santos de los Ultimos Días –mormones– cuando cursaba sus estudios de teatro en la Brigham Young University (BYU), la universidad mormona a la que había sido llevado por su consejero asesor de la secundaria: “Yo no elegí la BYU, me gusta pensar que ella me eligió a mí”).
Ahora, ¿cuáles son las armas utilizadas en estas batallas, en estos pequeños mundos épicos? Las palabras. El uso de la palabra como arma lo aprendió de los dramaturgos británicos de la posguerra. Los descubrió mientras estudiaba en la Universidad de Kansas y fue así como encontró sus convicciones estéticas, queriendo fervientemente ser parte de eso, de acontecimientos de la envergadura de lo que había provocado Edward Bond por ejemplo: su negativa a quitar una sola línea de la escena de Salvados (1965), en la que se apedrea a un bebé hasta la muerte, llevó a que en 1968 se terminara aboliendo la ley de teatro que requería que las obras pasaran por la Lord Chamberlain’s Office para su censura y aprobación. La biblioteca de la universidad es el lugar donde encontró estos libros, pero la anglofilia la lleva en la sangre: su madre, una mujer sensible que se alegra con los éxitos de su hijo, siendo hija de un londinense, estuvo siempre embelesada con todo lo inglés. Esto le dio a él como joven estudiante el empuje para ahorrar y poder volar cruzando el Atlántico hasta los teatros de Londres y durante diez días ser espectador de las obras de sus héroes devorándolas de a dos por día. Años después, en Tus amigos y vecinos (1998), película escrita y dirigida por él, el personaje que encarna Jason Patrick, el Dr. Cary, saca un feto de dentro del vientre materno de un modelo en plástico, al mismo tiempo que sostiene una conversación telefónica, y, como si la pequeña figura humana fuera una pelota de football americano, lo pasa de una mano a otra hasta terminar pateándolo fuera de cuadro y comiendo un bocado de sandwich frente a nuestros ojos. Más allá del hecho de que sus personajes nazcan exclusivamente de su imaginación, como declara él, admite que algo de la atmósfera tensa que se respira en estos mundos creados puedan ser consecuencia de lo que generaba en su hogar de infancia la presencia de su padre, con quien en el presente ya no tiene contacto alguno: un hombre de temperamento volátil, criado durante la Depresión, camionero de oficio.
En la que tal vez sea su obra más conocida, En compañía de hombres (1993), la que posteriormente guionó y dirigió ganando el Filmmakers Trophy del Sundance Festival (1997), ya nos da la clave de un posible antídoto para combatir las palabras cuando son armas pero en lengua del enemigo: el personaje de Christine, la víctima, es sorda, aunque justamente por serlo tiene también una dificultad con el poder de la palabra. El primer disparo en esta obra sonó en la cabeza del propio LaBute: “Vamos a lastimar a alguien”, reverberó en su mente, y se dejó atraer por la idea de la agonía premeditada infligida a alguien por el mero placer de hacerlo: “A un personaje se lo puede matar sólo una vez, pero se lo puede lastimar día tras día”. La historia que surgió es simple: unos chicos conocen a una chica, los chicos destruyen a la chica, los chicos se ríen. Los dos chicos que despliegan crueldad se llaman Chad y Howard. Once años después, en el 2004, siguen vivos y activos como personajes en Fat Pig. Nunca los vemos en escena, pero sabemos que Chad y Howard están esperando a los dos ejecutivos de esta oficina para jugar al basquet en la Asociación Cristiana de Jóvenes. Entonces... ¿Los victimarios salen impunes? ¿La crueldad no se paga? ¡¿Y además se quedan con el trofeo?! Como el Dr. Cary pateador de fetos, quien habiendo encontrado el mayor placer sexual de su vida durante la violación grupal de un compañero de secundario, logra finalmente dejar embarazada a “la chica linda” que todos desean. Fue más fuerte él que el aparentemente perfecto y buen mozo marido de ella, quien encuentra la más plena experiencia sexual en el propio cuerpo (Aaron Ekhart, su actor fetiche, practicante mormón con quien se conocieron en una clase de ética en la BYU). Y fue también más fuerte el Dr. Cary que el amante de ella, ese profesor seductor cuyo mayor placer sexual está en la propia verborragia. En la cultura mormona las historias deben ser inspiradoras mostrando el camino del bien. En las modernas parábolas de LaBute, él toma el camino opuesto, nos muestra el lado oscuro, el camino que no debemos seguir. “Si te gusta lo que ves, es una película de práctica. Si no te gusta, es de advertencia.” “I me mine” (“Yo mí mío”) de George Harrison, el último tema que grabaron Los Beatles, ya sin John Lennon, es la canción en la que pensaban Neil LaBute y su equipo durante el rodaje. Trata sobre el ego, el eterno problema. La serie de pronombres que forman el título de la canción es una forma convencional de referirse al ego en el contexto hindú: “Son por siempre libres quienes renuncien a todo deseo egoísta y puedan liberarse de la cárcel del ego, de yo, mi y mío para ser unidos con el Señor, éste es el estado supremo, cumple con esto y pasa de la muerte a la inmortalidad”, dice el Bhagavad Gita que lo inspiró. Si no hay ego, no importan los nombres propios, y los personajes de Tus amigos y vecinos no son nombrados nunca a lo largo de la película; sólo al final en los créditos nos enteramos de cuáles son sus nombres de pila: todos compuestos por dos sílabas y terminados con el fonema i suenan casi igual. Todos nombres intercambiables entre sí. Yo soy tú. Pero hay una cierta admiración azorada por este siempre presente personaje encantador-simpático-amoral que se queda con aquello que está en disputa, tal como hace el Dr. Cary. ¿Cuál es para LaBute la aparente ventaja que tiene? La falta de miedo. No la valentía. Simplemente la ausencia de temor, porque el amoral no responde a ninguna autoridad, ni terrenal ni divina. Como responde el Dr. Cary a la pregunta de si habrá que pagar por el daño que se hace: “Posiblemente, quiero decir, en términos de que haya un dios o algo ahí afuera, como ese asunto de la eternidad, entonces sí, probablemente, no sé, ya veremos. Pero hasta que llegue ese momento estamos en mi tiempo, el ínterin es mío”. Es entonces que la fe requiere de una gran valentía en este mundo corporativo donde “la filosofía de los negocios nos lleva a adoptar una mentalidad de ciudad sitiada, con unos pocos slogans como Tomá el control, Cuidá tu espalda, Conseguilo; es así que después de dieciséis horas de trabajo al día es difícil bajar un cambio y poder volver a ser una persona como para darse cuenta de que las cosas como el Amor no son commodities y que perder no está mal”. Y si se está dispuesto a perder, siempre se puede escribir sobre los temas que a uno le importan, como hizo Neil LaBute cuando creó Bash: Latter Day Plays (1999) (literalmente Golpe Violento: Obras de los últimos días) en la que sitúa a los tres personajes asesinos en el ámbito de los mormones practicantes, aunque el precio a pagar fuera la expulsión de su propia comunidad religiosa. De no ser capaz de correr estos riesgos, como dice el autor, “probablemente uno ya esté muerto aunque no lo sepa todavía”.